jueves, 11 de febrero de 2016

Historias de un cavernícola: Parte III (Homo neandethalensis)

Año 200.000 a.C., actual San Felices del Rudrón

La pequeña Amaya está emocionada: el valle del río verde al fin se abre ante ellos, prometiendo jugosas truchas y sabrosos cangrejos. Avanzan despacio entre las encinas vetustas para no dejar atrás al viejo chamán y otros miembros más débiles del clan. Amaya, sin poder contener su emoción, se desliza apresurada entre unos espinos, enganchando su nueva vesta de verano en las espinas. Su madre, que no le quita el ojo de encima, corre a auxiliarla -a la prenda, que tanto trabajo le ha llevado- y reprende a la niña. Amaya se resigna y camina junto al clan, recolectando primaveras.



Cuando llegan a la cueva, un murmullo se extiende por el grupo. Un bloque de piedra del techo se ha desprendido, dificultando la entrada. Tienen mucho trabajo por delante.

En el fondo de la cueva encuentran, ligeramente perjudicados por la humedad y las alimañas,  pero aún utilizables, los postes y paneles que dejaron el verano anterior para reconstruir el campamento.

No hay tiempo para descansar. Mientras los más fuertes se afanan en retirar las rocas de la entrada, Amaya recoge los estómagos de ciervo y desciende trotando hacia el río, eufórica. Deposita con  cuidado los estómagos vacíos sobre la tierna hierba e introduce con sumo deleite los maltratados pies en el agua helada. Algo capta su atención y cruza la mirada con una nutria que, perezosa, devora una trucha, tumbada en una peña en medio del río. Rellena los estómagos y emprende la vuelta.




Esa misma noche comienzan las celebraciones. Apenas les ha dado tiempo a pescar las primeras truchas, pero son suficientes para saciar la gula del clan y ofrecer al río generoso y al fuego salvador sus entrañas. Tras la ceremonia, los adultos se reúnen junto al hogar principal, en la boca de la cueva. Amaya debería estar durmiendo, pero la emoción del día le impide conciliar el sueño.

Se escurre por una abertura lateral de la cueva y asciende por la pared rocosa. La enorme luna llena proyecta las sombras fantasmagóricas de las aliagas que nacen de la roca. Abajo, los hombres cantan, acompañados del dulce sonido de la flauta. A lo lejos, el cárabo ulula. Amaya escucha el roce de unos pies entre las matas, ladera arriba, en el justo momento en el que la luz de una antorcha se apaga. La niña se apresura a seguirla. Pero la antorcha no se ha apagado. Su portador se ha introducido por un agujero en la montaña. Escondida entre las aliagas floridas, Amaya distingue el rostro de la figura misteriosa: se parece al del viejo chamán, pero el fulgor de la antorcha arranca facciones y colores monstruosos: rojo sangre, negro tizón. En su mano derecha porta un cuenco rebosante de ocre.



En esta nueva entrega de la (pre)historia del valle del Rudrón nos encontramos con nuestros "primos" los neandertales. Sin embargo, los últimos avances en genética parecen señalar que todos nosotros -o, al menos, todos los europeos, asiáticos y americanos- tenemos una pequeña proporción de genética neandertal. Según eso, el famoso Homo neanderthalensis podría pasar a denominarse, más correctamente, Homo sapiens neanderthalesis, es decir, una subespecie.

Esta especie evolucionaría de aquellos Homo heidelbergensis en Europa -¿será Amaya tataratatara...tataranieta de Sancho?- y la poblaría durante la friolera de 200.000 años. Eran más fornidos que nosotros, con una capacidad craneal incluso mayor, por lo que no es de extrañar que sus costumbres y relaciones sociales fueran similares a las nuestras. Tenían pensamiento figurado, pues enterraban a sus muertos, e incluso arte: se han descubierto flautas hechas con huesos de buitre, numerosos collares de cuentas, e incluso recientemente se les han atribuido pinturas (Cueva del Castillo, en Puente Viesgo, a escasos 70km del valle). Además, desarrollaron unas técnicas líticas muy perfeccionadas, como el Musteriense, culminando con el Châtelperroniense.




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